El miércoles 1 de marzo, Miércoles de Ceniza, a las 19:00, estamos todos convocados en la Basílica de la Victoria para celebrar la Eucaristía y participar juntos, como hermandad, en el rito con el que simbólicamente se da comienzo al tiempo de Cuaresma: la imposición de la ceniza.
El rito de la imposición de la ceniza tiene su origen en la antigüedad, cuando los penitentes, para mostrar su arrepentimiento y ganar la benevolencia de Dios y con ella su perdón, cubrían su cabeza de ceniza. Hoy, el Miércoles de Ceniza, reproducimos, aunque sea de modo simbólico, aquel gesto, mientras se nos dice «conviértete y cree en el evangelio».
¿Cómo encontrarle un sentido pleno a ese gesto? ¿Qué significado le damos hoy?
Quizás nos haga falta profundizar en esa palabra, “conviértete”, para encontrar un sentido pleno al gesto y a la frase que lo acompaña.
Al decirnos “conviértete”, se nos está diciendo:
- Crece de una vez, si es que aún te mantienes en la eterna adolescencia de quien no sabe aceptar la vida en su complejidad.
- Ama a los otros, no a ti mismo (uno puede amarse a sí mismo en los otros, y eso es muy peligroso y bastante estéril).
- Aprende a mirar un poco más allá del horizonte habitual, para no quedar atrapado en jaulas de oro, y atrévete a soñar en un mundo mejor.
- Acepta que, para todo lo anterior, no eres tú el que está en control, sino Dios quien, dentro de uno, alienta esa conversión.
“Y cree en el Evangelio”… ¿En qué creo? A veces no lo sé. Es fácil creer en la riqueza (pues, efectivamente, abre muchas puertas), en la belleza (tantas otras), en el éxito, la inteligencia, el aplauso, la oratoria brillante, las propias fuerzas, el trabajo bien hecho, la eficacia, la utilidad, el placer, el talento o la genialidad… Pero no basta.
Creer en el evangelio es darle la vuelta a las categorías habituales. Creer en la debilidad que se hace fuerte, en la derrota que no tiene la última palabra, en el amor que va más allá de la eficacia y la utilidad, en la palabra que, sin adornos, habla verdad. Es creer en un Dios crucificable… y crucificado por Amor. Y en una humanidad amable. Y eso no es fácil.
Creer de corazón y de palabra. Creer con la cabeza y con las manos. Negar que el dolor tenga la última palabra. Arriesgarme a pensar que no estamos definitivamente solos. Saltar al vacío en vida, de por vida, y afrontar cada jornada como si Tú estuvieras. Avanzar a través de la duda. Atesorar, sin mérito ni garantía, alguna certidumbre frágil. Sonreír en la hora sombría con la risa más lúcida que imaginarme pueda. Porque el Amor habla a su modo, bendiciendo a los malditos, acariciando intocables y desclavando de las cruces a los bienaventurados.
José Mª R. Olaizola, sj