En la historia centenaria de esta cofradía, entre tantas personas anónimas que han hecho posible que llegue así hasta nuestros días aquella fundación victoriana y agustina en torno al Amor Crucificado, hay nombres propios que destacan por distintos motivos y sin los cuales no podríamos entender quiénes somos hoy, qué es y cómo es hoy esta Hermandad.
Sin duda, entre esos nombres que guardaremos siempre en la memoria agradecida, con un cariño especial y con una sonrisa en los labios, está el del Rvdo. D. Ignacio Mantilla de los Ríos de Rojas. Para nosotros, quienes hemos compartido el camino de la fe y de la vida con él, en nuestra Parroquia, a lo largo de estos últimos 36 años, simplemente y familiarmente, Ignacio.
¿Cómo llegó este cura de Antequera, que nunca había sido cofrade y en sus distintos destinos no había tenido una especial relación con las hermandades, a ser un referente fundamental en la trayectoria más reciente de la Cofradía del Amor y la Caridad? Estoy seguro de que Dios nos unió en el camino. Fue un instrumento de Dios para nuestro crecimiento y para la forja de la identidad que hoy nos sustenta. Por eso, hablar de Ignacio es elevar una oración de acción de gracias por su vida, por su servicio y su ministerio, por su amistad y su acompañamiento y, sobre todo, porque el Padre Bueno quiso ponerlo en la senda de nuestra historia y eso fue decisivo para que hayamos podido ser quienes soñábamos ser como Hermandad.
Llegó a nuestra Parroquia de la Victoria en 1987, como coadjutor, cuando D. José Sánchez Platero -de grata memoria para nosotros- fue designado por Don Ramón Buxarráis para relevar al frente de esta comunidad a una figura histórica, a un cura de carácter y de gran peso en la vida del barrio: Don Benigno Santiago Peña.
Por aquellos tiempos comenzaba a llegar a la Cofradía un grupo de jóvenes que poco a poco se iba haciendo más numeroso y que venía para aportar un aire nuevo a una hermandad que empezaba a buscarse, que necesitaba encontrarse en el contexto de una Semana Santa y de un mundo cofrade que planteaba retos importantes.
Conocimos a Ignacio porque nos abrió la puerta para un grupo de jóvenes recién confirmados en Maristas, que llamó a las puertas de la Victoria para continuar allí su camino de fe y encontrar en la vida parroquial un medio en el que ser y sentirse Iglesia. Quien animaba a aquel grupo de jóvenes que llegó para el curso 1987-88 a la Victoria, también era uno de aquellos cofrades que soñaba una cofradía renovada desde sus cimientos. Y ahí empezó todo…
Sencillamente, nos hicimos amigos. Ignacio nos abrió la casa y el corazón y nosotros, entramos hasta adentro, hasta el fondo. Y ya no nos separamos. No nos hemos dejado nunca, hasta hoy.
Con naturalidad, sin que faltasen dificultades en aquellos años de arrancar con la renovación que pretendíamos, se convirtió en “el cura”, en “nuestro cura”, siempre disponible, incansablemente entregado a la misión de acompañarnos y animarnos, desde la confianza y la cercanía.
Aquel primitivo grupo siguió otros derroteros pero dejó una semilla plantada que germinó, regada por el Espíritu, en los grupos Victoria ¡Qué buen colaborador del Sembrador!
Los años noventa llegaron y con ellos la eclosión de un movimiento de pastoral de juventud en nuestra parroquia que nunca podríamos haber imaginado. Y la cofradía estaba en medio de todo aquel proceso: una realidad más de una parroquia que iba tomando forma, una forma nueva, dinámica, abierta y atractiva. A partir de 1992 se impulsó la catequesis de confirmación. Un poco más tarde se asumió la de comunión y perseverancia. Los grupos Victoria aumentaban en número año a año e Ignacio los acompañaba a todos y aquella Coordinadora de Pastoral Juvenil se convirtió en animadora de la vida de una comunidad parroquial -sí, comunidad, porque
podíamos llamarla, sentirla y vivirla así, quizás por primera vez- en la que la hermandad estaba comprometida y fue puerta para acceder a la vida parroquial para muchos que llegaron a través del sentimiento nazareno y del local que servía como casa hermandad y que, a través, de un túnel, conectaba con una iglesia siempre en funcionamiento.
Y en medio de todo, estaba el cura. Ignacio sentado en el suelo compartiendo un bocadillo o alrededor de una mesa de comida compartida, cogiendo su Ford Fiesta a la hora que fuera para ir o volver de una convivencia, un retiro, un campamento o un campo de trabajo. No había horas ni distancias para él. Su “agendilla” estaba completamente repleta de citas, reuniones, celebraciones o momentos de confesión. No había para él lunes, jueves o domingos: fuese el día que fuese, su jornada terminaba cuando acababa la última reunión, la última conversación en el despacho o frente a frente y con una cerveza o algo fresquito. Escuchaba, animaba, orientaba, preguntaba, siempre con buen talante y con una forma de tratar con los jóvenes que enganchaba. Fue un buen profesor y estaba muy orgullosos de su dedicación a la docencia.
Siempre estuvo dispuesto para estar y, especialmente, para celebrar la Eucaristía. Que nunca faltase. Eso hizo por nosotros. Ni más ni menos. Con su “kit” para celebrar Misa nos ayudó a celebrar, a vivir y a amar la Eucaristía, compartiendo el Pan y la Palabra en tantos momentos inolvidables.
Somos muchos los que seguimos compartiendo la Eucaristía del domingo a las siete y media. Venimos haciéndolo desde hace treinta y seis años: una comunidad eucarística que ha crecido y se ha renovado y en la que el canto y la participación, el encuentro y el sentimiento de familia siguen estando porque Ignacio, que nos despedía a todos en la puerta y salía después a la plaza a “cultivar la afición”, se empeñó en que fuera así. Allí se repartía aquella revistilla, “Victoria Joven”, que con tanta satisfacción hojeaba cada mes, mientras duró, dando gracias porque Dios había estado grande con nosotros y podíamos estar alegres.
Ignacio nos enseñó a amar y vivir la Eucaristía y a frecuentar el sacramento de la Reconciliación, porque siempre estaba dispuestos para darte cita para esos “trabajitos” de limpieza en los que tanto insistía. Y si tú no ibas, ya te recordaba él que hacía mucho tiempo que no tenías uno.
Ignacio confió en nosotros. Dejó hacer. Canalizó nuestras inquietudes, nos acompañó en nuestro crecimiento y veló con cariño y con ternura para que ese camino iniciado no se torciera, para que la llama encendida no se apagara y para que la fraternidad que sin duda vivimos no se perdiera.
Harían falta muchas páginas para recoger todos los motivos por los que Ignacio Mantilla de los Ríos ha sido tan importante para la vida de la Hermandad en estos últimos treinta y cinco años. Pero sólo con mencionar una de sus aportaciones, ya estaría justificado nuestro reconocimiento. Y es que siempre recordaremos a Ignacio presidiendo la celebración de la Misa del Viernes de Dolores en torno a nuestra Dolorosa (la “Chiquita” como él decía, porque lo de “Chiquitilla” nunca llegó a gustarle).
Aquel momento de encuentro que empezamos a celebrar a principio de los noventa como preparación de nuestra Semana Santa, se convirtió en uno de los hitos de nuestro año cofrade: abarrotábamos la capilla del Sagrario y la imagen de la Dolorosa, en medio de nosotros, Madre de brazos abiertos y acogedores, nos inspiraba para el compromiso y el trabajo de los días por venir, mientras Ignacio iba invitándonos a pedir perdón y a dar gracias, a compartir aquello que te habían dicho las lecturas o a hacer un compromiso especial para ofrecer el Viernes Santo.
Ignacio ha sido nuestro amigo. Ha estado en los momentos más importantes de la vida de la Cofradía y de nuestras vidas, de las vidas de los cofrades comprometidos en la Junta de Gobierno en estos años. Él ha celebrado nuestras bodas y ha bautizado a nuestros hijos, ha bendecido nuestras casas y nos ha acompañado en el duelo por la pérdida de seres queridos. Ha sido uno más. Hemos compartido la mesa, la fiesta y el trabajo. Nos ha insistido en nuestro compromiso. El nos ha querido y se ha dejado querer por nosotros. Sólo así se podían estrechar estos lazos.
Desde 1999, tras haber fallecido Don José Sánchez Platero, pasó a ser “oficialmente” nuestro Director Espiritual. En 2007, coincidiendo con la celebración de sus Bodas de Oro sacerdotales, la Cofradía le otorgó el título de Hermano Honorario. Como méritos no había mucho más que alegar: era “nuestro cura”.
Ignacio deja el legado de un numerosísimo grupo de personas, de la Parroquia y de la Cofradía (los que fuimos jóvenes entones y los que ahora lo son porque han seguido en la Parroquia el camino que juntos recorrimos), pero también de los Equipos de Nuestra Señora, sus antiguos alumnos y en tantos y tantos ámbitos, a quienes ayudó a vivir el Evangelio con alegría, porque siempre repitió que un cristiano triste no es un buen cristiano.
Ignacio hizo de la amistad un distintivo personal, una forma de vivir: la disfrutó, la saboreó y la cultivó. La diferencia de edad no fue nunca óbice para compartir la vida, reír y disfrutar de la conversación, compartir su humor y, al tiempo, hacer catequesis al paso, sencillas y directas, que han ido calando en quienes hemos tenido el privilegio de disfrutar de él.
Por eso, nos acordaremos siempre de él cuando oigamos eso de que los árboles no nos impidan ver el bosque y nos seguiremos sintiendo invitados por él a ver lo esencial y a mirar más allá. También estará presente Ignacio cuando la realidad se imponga y matice nuestros sueños mientras resuena en nuestro corazón eso de que “con estos bueyes hay que arar”. O nos daremos cuenta de que seguimos teniéndolo entre nosotros cuando nos salga automáticamente esa reflexión sobre que es una pena que “los acontecimientos nos vivan y no que nosotros los vivamos conscientemente”.
Cuántas lecciones para corazones jóvenes, cuántas lecciones para cofrades en busca de sentido, cuántas lecciones de humildad y discreción, de saber estar y de elegancia, de amistad y de buen trato, de compromiso y de fidelidad a su ministerio.
Hablaba siempre en primera persona de la Hermandad y decía que “nuestra Cofradía” tiene dos títulos, Amor y Caridad, que son las dos caras –“el haz y el envés o el anverso y el reverso”- de una misma realidad, de un mismo programa: el de un Dios que nos quiere apasionadamente, con locura, y que quiere que seamos felices, plenos, haciendo su voluntad, que es la de amarnos y hacerlo con hechos concretos, mirando siempre al otro.
Que estas palabras que tantas veces nos repitió se graben en nuestro ser cofrade y sean bandera de nuestra Hermandad. Así ofreceremos el mejor homenaje que se pueda tributar al hombre bueno, al buen cura, al amigo, al padre, que, nazareno sin saberlo, caminó con nosotros con un solo corazón.
Que el Cristo del Amor lo reciba con el abrazo misericordioso con el que él decía que esperaba ser acogido en el cielo y que Nuestra Madre de la Caridad le ofrezca una sonrisa. Ignacio se lo merece.
Gracias, Señor, por Ignacio. Tú lo conoces y sabes lo que ha hecho por nosotros, la vida que ha dado por tantos.
Ignacio, cuida de nosotros, ruega por nosotros, disfruta de la VIDA.
Te queremos, amigo.
Federico Fernández Basurte