“Tanto amó Dios al mundo que nos dio a su único Hijo…”
(Juan 3,16)
Las tres dimensiones del Adviento
El Papa Francisco nos explica que el tiempo de Adviento tiene “tres dimensiones”: pasado, presente y futuro.
El pasado: Que la Navidad no sea mundana
Ha nacido el Señor, ha nacido el Redentor que ha venido a salvarnos. Sí, una fiesta que corre peligro en nosotros, cuando la fiesta deja de ser contemplación – una bella fiesta de familia con Jesús en el centro – y comienza a ser fiesta mundana: hacer las compras, los regalos… y el Señor permanece allí, olvidado. También en nuestra vida: sí, ha nacido, en Belén, pero, ¿y en nosotros? Y el Adviento es para purificar la memoria de aquel tiempo pasado, de aquella dimensión.
Presente: Purificar la esperanza
Porque aquel Señor que ha venido, ¡volverá! Y volverá para preguntarnos: “¿Cómo fue tu vida?”. Será un encuentro personal. Nosotros, el encuentro personal con el Señor, hoy, lo tendremos en la Eucaristía y no podemos tener un encuentro así, personal, con la Navidad de hace dos mil años: tenemos la memoria de aquello. Pero cuando Él vuelva, tendremos aquel encuentro personal. Es purificar la esperanza.
Futuro: El Señor llama cada día a nuestro corazón
Y la tercera dimensión es más cotidiana: purificar la vigilancia. Vigilancia y oración son dos palabras para el Adviento; porque el Señor que se ha encarnado en la Historia en Belén; vendrá, al final del mundo y también al final de la vida de cada uno de nosotros. Pero viene cada día, en cada momento, en nuestro corazón, con la inspiración del Espíritu Santo.
Ser como niños en Adviento
«Si no cambiáis y no os hacéis como los niños no entraréis en el reino de los cielos.» (Mateo 18,3). Un niño confía sin reflexionar. No puede vivir sin confiar en quienes le rodean. Su confianza no tiene nada de virtuoso, es una realidad vital. Para encontrar a Dios esta Navidad, de lo que mejor disponemos es de nuestro corazón de niño que es espontáneamente abierto.
Pero podemos comprender también: «acoger el reino de Dios al igual que acogemos a un niño».
Acoger un niño, es acoger una promesa. Un niño crece y se desarrolla. Es así que el reino de Dios nunca será en la tierra una realidad concluida, sino una promesa, una dinámica y un crecimiento inacabado. Y los niños son imprevisibles. Acoger el reino de Dios como se acoge un niño es velar y orar para acogerle cuando venga, siempre al improvisto, a tiempo o a destiempo.
Tengamos, pues, el corazón de un niño esta Navidad.